Pequeño tratado sobre rinocerontes blancos
LOTERÍA/ Arturo Hernández
Desentrañar la aritmética en las esquinas del verano: Allí donde las lluvias se enredan en los eslabones de los ficus, donde las arañas ejecutan su pantomima de sombras. Un zanate en su rama columpia la dentadura estridente de luz, desafía beligerante al remanso vespertino de las hojas.
Crujen sediciosos los huesos ocres en un polvoriento martilleo hacia el horizonte, el reloj ciego anuncia que ya galopa el tropel de insectos bajo la consigna de una huida rápida, furiosa, desordenada. El desafío policromo del celaje ha teñido su territorio de brazos alados, el instante etéreo del torbellino de hilos que crece en máscaras.
Las moléculas del bullicio florecen bajo alambres afilados, los ruidos humedecen las orbitas de cemento, donde zancadas cánidas olfatean vuelos disidentes, fatigados en el extraño rumor de la existencia. Las retinas de las bombillas infectadas por las navajas oxidadas de las polillas, sus azarosos cuellos de sílice envejecidos, aturdidos en la timidez de sus pelajes descarapelados. La muerte gloriosa de las parvadas al despojar su angustia en las extremidades metálicas.
Espinas eléctricas reconstruyen enjambres donde se anidan voces y rostros, donde lo íntimo se disuelve en el discurso oficial, en la tómbola de estadísticas, en los tambores victoriosos de guerra. Quizás mañana esos transductores ópticos sean también narices digitales y aspiren nuestros olores. La piel de los espejos que orina ráfagas electromagnéticas para santificar al silencio, en el oficio perpetuo de mancillar siluetas.
Epicentro donde las heridas del lenguaje se cicatrizan y las muecas del ozono endurecen las quijadas del viento. El tejido trasparente de las paredes sucumbe en andrajos, en las latitudes donde se desgarran los maullidos intensos y prolongados. El frenesí de las calles es un ensayo de una decena de autos diseccionados, prófugos de las procesiones festivas donde los neumáticos meriendan baches y topes.
Las añejas palmeras desmenuzan su tristura, impregnan la anatomía pétrea de las estatuas, se ruborizan las aceras, los transeúntes están distraídos. En este ecosistema no existen rinocerontes blancos.